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jueves, 6 de febrero de 2020




Ya no hacen los espejos como antes.

Poldy Bird











El espejo tenía un marco dorado y me reflejaba entera: suelto el pelo de miel, suelta la sonrisa, pies bailarines, inquietas manos, suelta mirada que todo lo descubría: un punto diminuto, una estrella fugaz cruzando el pedacito de cielo que se veía por la venta­na abierta, la hormiga laboriosa con su gran hoja a cuestas, la gota de sudor recorriendo el terso cuello de satín.

¡Oh, qué joven y bella y tan llena de ganas y de sueños!

Si miraba un poco más intensamente, podía ver también el corazón con taquicardia, racimo de uvas, ramito de violetas bajo la fina piel del pecho, la luna pegada con saliva en el vientre, las estrellas picadas como arena, espolvoreadas sobre el cuerpo que bri­llaba.

El amor era alegre.

El deseo, impetuoso.

El miedo no existía.

Todo era apuro, necesidad, omnipotencia.

El pasado se dejaba tirado por ahí; no había tiempo para ordenarlo: después la vida se encarga de esas cosas.

Y el futuro... el futuro, vasto como un océ­ano, infinito, lejano, inabordable, ¿por qué pensar en el futuro cuando el presente te dejaba entrecortada la respiración, sin un segundo libre, amontonando asombros e infor­mación, sensaciones, respuestas que se anticipaban a las preguntas?

Eran los mayores los que se preocupaban por el futuro.

Para mí el futuro iba pasando, transcu­rriendo en mi sangre enamorada. Enamorada era mi estado natural. Y el de todos los que se reflejaban en el espejo. ¿De qué otra forma se podía vivir? ¿Acaso sin estar enamorada?

¿Cómo hubiera podido?









¿Cómo?

Que alguien me enseñe cómo.

Que alguien me explique de qué manera se hace obediente y lento el pensamiento, se lo encierra con llave en una caja y se consi­gue que permanezca allí.

Que alguien me diga cuánto dura un minuto cuando no se espera a nadie en espe­cial, o cuando se espera a quien no llega... a quien tarda... a quien todavía no hemos conocido.

Porque no se vive sin un amor.

Porque la soledad no puede dibujarse, ¿cómo la dibujarías?, ¿con qué color, con qué forma monstruosa, con qué arma letal en las garras? En el espejo aquel mi vestido olía a jazmines, mi alma paseaba por jardines, buscába­mos la última fila de los cines para besarnos y comer chocolatines, en las dietas prohibían los tallarines, no temíamos no conseguir tra­bajo, los escalones iban para arriba (así como hoy lo hacen para abajo); si no te ibas al mar no era verano...

Y nadie, pero nadie imaginaba que se podía querer sin dar la mano, sin respirar al otro, sin tocarlo, sin sentirlo más cerca que a tu piel...

¡Se decían las cosas frente a frente, sin fax, sin e- mail!

¡Qué bella en el espejo!
Qué iluminada vida, sin cansancio, con ganas de correr, la puerta abierta, la calle de brazos abiertos, ¡qué bello nuestro abrazo reflejado en el espejo!

Sofocándonos.

Anudándonos.

Todo pasaba por el espejo: la curiosidad, la acción, el paisaje, la contemplación...

El espejo tiene un marco dorado y me refleja entera.

Miro de reojo para no ver lo que no quie­ro ver.

Es vanidad detenerse frente al espejo, por eso lo hago como al pasar y rápido, total, me sé de memoria.

Sé que ya no puedo verte en los espejos porque no estás.

Porque no regresas aunque le grite a Dios que te resucite, que se acuerde de Lázaro... pero ha pasado tanto tiempo que ha olvidado a Lázaro, y mi llanto y mis gritos, entre tantos llantos y tantos gritos... no llegan a destino.

¿Soy yo esa que veo allí?

¿Soy ese gesto de temor, de preocupación, ese ligero temblor, ese silencio...?

¿Soy yo esa penumbra, ese abatido cuerpo que se esfuerza por huir del cansancio?

¿Soy yo esa que tiene escrito en la frente un letrero que dice ¿"Y LA FELICIDAD"?

¿Y el amor, y la charla en el bar, y las confidencias a la hora del búho, y los amigos?

¿Y...?

No sé, no sé, no sé... sucede que ya no me sucede mirarme en el espejo.

Que este espejo no muestra la verdad, que distorsiona todo, que... no sé, no sé, no sé.

¡Ya no hacen los espejos como antes, cuando tenía los ojos de diamantes!.

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